Trozos de "Fragmentos de un discurso amoroso":
Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser
fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las
proporciones.
Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un
trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y
provocar todos los afectos de un pequeño duelo.
El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero,
allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un
delirio
Para poder interrogar al destino es necesaria una pregunta alternativa
(Me quiere / No me quiere), un objeto susceptible de una variación
simple (Caerá / No caerá) y una fuerza exterior (divinidad, azar,
viento) que marque uno de los polos de la variación.
Nada puede superar el inconveniente de un sujeto que se hunde porque su otro adopta un aire ausente.
La catástrofe amorosa está quizás próxima de lo que se ha llamado, en el
campo psicótico, una situación extrema, que es "una situación vivida
por el sujeto como algo que debe destruirlo irremediablemente"; la
imagen surge de lo que pasó en Dachau. ¿No es indecente comparar la
situación de un sujeto con mal de amores a la de un recluso de Dachau?
Estas dos situaciones tienen, sin embargo, algo de común: son,
literalmente pánicas: son situaciones sin remanente, sin retorno: me he
proyectado en el otro con tal fuerza que, cuando me falta, no puedo
recuperarme: estoy perdido, para siempre.
¿Acaso el enamorado no conoce ninguna excitación de poder? El
sometimiento es no obstante asunto mío: sometido, queriendo someter,
experimento a mi manera la ambición de poder, la libido dominandi.
Estoy loco: no porque sea orginial sino porque estoy separado de toda
socialidad. Si los demás hombres son siempre, en grados diversos
militantes de algo, yo no soy soldado de nada, ni siquiera de mi propia
locura: yo no socializo.
A veces ocurre que soporto bien la ausencia. Estoy entonces "normal": me
ajusto a la manera en que "todo el mundo" soporta la partida de una
"persona querida"; obedezco con eficacia al adiestramiento por el cual
se me ha dado muy temprano el hábito de estar separado de mi madre.
Actúo como un sujeto bien destetado; sé alimentarme, mientras espero. Si
se soporta bien esta ausencia, no es más que el olvido. Soy
irregularmente infiel. Es la condición de mi supervivencia; si no
olvidara, moriría. El enamorado que no olvida a veces, muere por exceso,
fatiga y tensión de memorias.
La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues a manipularla:
transformar la distorsión del tiempo en vaivén, producir ritmo, abrir la
escena del lenguaje. La ausencia se convierte en una práctica activa, en un ajetreo (que me
impide hacer cualquier otra cosa); en él se crea una ficción de
múltiples funciones (dudas, reproches, deseos, melancolías). Esta
escenificación lingüística aleja la muerte del otro: un momento muy
breve, digamos, separa el tiempo en que el niño cree todavía a su madre
ausente y aquél en que la cree ya muerta. Manipular la ausencia es
aplazar este momento, retardar tanto tiempo como sea posible el instante
en que el otro podría caer descarnadamente de la ausencia a la muerte.
Desde el punto de vista amoroso, es el signo, no el hecho, el que es consecuente.
El ser amado es reconocido por el sujeto amoroso como "átopos", es decir
como inclasificable, de una originalidad imprevisible. Es átopos el
otro que amo y que me fascina. No puedo clasificarlo puesto que es
precisamente el Único, la Imagen singular que ha venido milagrosamente a
responder a la especificidad de mi deseo. Es la figura de mi verdad.
Todas las soluciones que imagino son interiores al sistema amoroso:
retiro, viaje, suicidio, es siempre el enamorado quien se enclaustra, se
va o muerte; si se ve encerrado, ido o muerto, lo que ve es siempre un
enamorado: me ordeno a mí mismo estar siempre enamorado y no estarlo
más.
Accedo entonces (fugitivamente) a un lenguaje sin adjetivos. Amo al otro
no según sus cualidades (compatibilizadas) sino según su existencia;
por un movimiento que ustedes bien podrían llamar místico, amo no lo que
él es sino: que él es.
Basta para consumar ese todo que deseo (insiste el sueño) que uno y
otro carezcamos de lugar: que podamos mágicamente sustituirnos uno al
otro: que advenga el reino "uno por el otro", como si fuéramos los
vocablos de una lengua nueva y extraña, en la que sería absolutamente
lícito emplear una palabra por otra. Esta unión carecería de límites.
Produzco un exceso, y es en este exceso que sobreviene la saciedad (el
exceso es el régimen de lo Imaginario: en cuanto no estoy en el exceso
me siento frustrado; para mi, justo quiere decir no suficiente .
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